Sentado en la hierba de un lugar nunca antes visitado me vi forzado a reflexionar sobre mi vida. Dios me condujo por un sendero estrecho y sorpresivo, al lado de personas que nunca pensé conocer, con experiencias que nunca si quiera había soñado. Y la claridad y la verdad me impactan más fuerte que cualquier otro evento. Simplemente me dejo llevar por el entendimiento que, aunque ya antes había entregado mi vida al Señor, era momento de ser feliz con la decisión tomada.
Veo mi entorno y escucho a las personas hablando sobre el cuarto día. Dicen que esta experiencia de reconocer a Cristo y aceptarlo como el Salvador nos ha llevado en un viaje de tres días, donde el conocimiento de esta gran nueva noticia nos transmite tal emoción que queremos entregarlo todo y serles fiel a Cristo, sentimos que somos capaces de hacerlo todo.
Pero el cuarto día es el trayecto después de esa sensación, cuando la emoción inicial desaparece y nos encontramos de vuelta al mundo real, al mundo que no reconoce a Cristo, que no ofrece amistades verdaderas y tratos justos y transparentes. El cuarto día es aquel en el que dudamos de nuestra fe, que nos acobardamos por el éxito y el fracaso, que no sabemos quiénes somos ni para qué hacemos lo que hacemos. El día en que nuestra humanidad se ve afectada en múltiples planos y nos preguntamos si de verdad vale la pena. Pues el cuarto día es el resto de nuestra vida.
Entonces, al visualizar ese momento sentado en la hierba, recuerdo que Dios tuvo el mayor gesto conmigo: se presentó un día y me dijo que me amará por siempre. Ese amor es capaz de no hacerme morir nunca, me da fuerzas y me da alegrías, incluso cuando los demás no entienden esa paz y gozo que siento por saber que Dios tiene un plan para mí. Las dudas desaparecen, los miedos se convierten en peticiones y las preguntas en respuestas. Entonces comprendo que no se trata sobre el cuarto día, nunca se trató del cuarto día… se trata sobre el quinto día.