Cada
vez que vamos para un lugar nuevo tenemos muchas expectativas sobre lo que
pueda suceder: si tendremos el mejor momento de nuestra vida o si tendremos que
seguir lidiando con personas que no son de nuestro agrado. Y cuando volvemos a
un lugar que dejamos por mucho tiempo nos preguntamos: seré aceptado de nuevo o
enfrentare los mismos obstáculos que abandone la vez anterior.
Porque
cuando entramos en un ambiente social, somos objeto de análisis, las personas
nos escanean y nos etiquetan con tal rapidez que terminan dicha labor antes de
incluso ser presentadas a nosotros. Y si bien la primera impresión es muy
importante, el resto de la historia depende de gran parte de nosotros. Pues con
nuestras acciones las personas cambiaran una etiqueta por otra, o bien
subrayaran la anteriormente puesta. Y conforme pasa el tiempo vamos adquiriendo
una sombra que suelen llamar "fama".
Los que
nos conocen de antes van adquiriendo opiniones sobre nosotros, buenas o malas,
que van sumando peso a esta fama, hasta convertirla en una corona que se lleva
con orgulloso o una mancha incomoda difícil
de quitar. Lo triste es cuando esa fama no es ganada, sino que las personas se
han hecho una mala impresión de nosotros debido a malos sentimientos,
confusiones, o malas compañías.
Pero
mas difícil de quitar y más valiosa que una corona es la identidad. Esta es
inmutable y fuerte, no se deja llevar por los susurros ni por las intrigas,
sino que nos hace levantar y nos recuerda quiénes son y, que sin importar lo
que digan de nosotros, Dios es capaz de entender y amar nuestra identidad, de
perdonar nuestros errores y ayudarnos a ser mejores personas, y eso es más que suficiente.
Y si nuestra identidad se basa en la fe en Cristo, no hay fama que nos pueda
tocar.
Sin
embargo, cuando esta identidad está sostenida de una base inestable y se esfuma
entre las circunstancias, puede ser destruida por la fama y alguien puede
hacerla explotar frente a nuestra cara.