No es ningún secreto que los abogados son odiados por la mayoría del pueblo, que su reputación siempre está en cuestionamiento, incluso hay una canción de Ricardo Arjona que dice que los abogados no saben nada del amor. Es de conocimiento global que las leyes pueden usarse como armas de doble filo, que existen ángulos favorables sobre lo que pueda decir la constitución política, se sabe que algunos decretos son perjudiciales para muchos y que existen casos en que la ley se puede torcer o inclinar al gusto deseado, y también se sabe que todo lo anterior es legal.
Entonces la población se comporta como un cielo y arroja el diluvio de culpas que empapa a más de uno: a los abogados, los acusados, los magistrados, políticos, ministros, jueces, testigos, presidentes y diputados. Las leyes están mal planteadas, el sistema no es eficiente, la corrupción se maquilla hasta verse guapa y elegante y aun así todo sigue siendo legal.
Pero a mí esto me sabe a sopa fría cuando somos nosotros los abogados, defendiendo causas que no son honestas, torciendo la verdad a nuestra conveniencia o replanteándola en una versión alterna. O cuando somos jueces y nos da por imponer sentencias a los demás basándonos en nuestra opinión. O cuando somos testigos y nos callamos por miedo a las consecuencias. Bajo esta perspectiva la vida se vuelve un salón de juicios, en donde podemos ser legales al respecto, o cristianos al respecto.
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